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EDITIORIAL: Dios y Encarnación


NOTA DEL EDITOR: La columna First-Person (De primera mano) es parte de la edición de hoy de BP en español. Para ver historias adicionales, vaya a http://www.bpnews.net/espanol

FORT WORTH, Texas (BP) — Una de las convicciones más centrales para la teología cristiana debería siempre haber sido que cualquier área de nuestra fe debe ser controlada primeramente por la persona de Jesús. Nuestras ideas sobre Dios, los ángeles, la creación, el ser humano, etc. Deberían ser controladas y definidas primeramente por lo que sabemos concretamente de la revelación suprema: nuestro Señor Jesús.

La persona de Dios no la excepción. Frecuentemente nuestras ideas de Dios provienen de ideas generales sobre la divinidad. Otras veces esas ideas se originan en los ideales humanos solamente. Así, cuando pensamos en Dios a veces la imagen que tenemos de él es el del superhombre, “el individuo que está allá arriba.” Dios es perfecto porque nosotros somos imperfectos. Dios es altísimo porque nosotros somos bajos. No cabe duda, con todo, que varias de estas ideas a veces tocan tangencialmente la verdad de la revelación de Dios. Dios es perfecto y es altísimo entre otras cosas, por supuesto. La Escritura testifica de esto.

Lo que deberíamos preguntarnos, con todo, es sí nuestra idea de perfección y altura, por ejemplo provienen de la información que tenemos de Dios, o sí el contenido que le damos a esos términos provienen de otra parte. En otras palabras ¿qué significa que Dios sea “perfecto”? ¿qué significa que él sea altísimo? ¿La idea que tenemos de perfección proviene de lo que Dios nos ha dejado ver en la persona de su hijo? ¿Qué Dios sea altísimo proviene de nuestra idea de Jesús o de otra parte? Nos hacemos estas preguntas porque queremos ser obedientes a la Escritura que nos dice que mirar a Jesús es mirar a Dios. Todo concepto que tengamos de la deidad debe ser determinado, cambiado, corregido a la luz de Jesús para que le hagamos justicia a Dios. Al fin de cuantas es él quien nos lo ha explicado (Juan 1:18).

Concretamente, cuando hablamos de Dios el altísimo, por ejemplo, no debemos olvidar que el Dios glorioso de Jesucristo, quien se revela en su hijo, es también el humilde de corazón. En el dicho del profeta Isaías, se trata del altísimo quien mora con los humildes. Este Dios manifiesta su gloria y su altura al ser humilde. Dentro de este contexto es que debe entenderse la insistencia del evangelio de Juan de que la cruz es la glorificación de Dios y de Jesús. El Dios altísimo nunca apoyaría la arrogancia generalmente asociada con aquellos que se sientan en tronos de autoridad y altura en la tierra. Al contario, Dios el altísimo es el que los quita de allí, si recordamos el famoso cántico de María, “el Magnificat.” (Lucas 1:52). Dios es humilde y se asocia con los humildes. Los soberbios y orgullos son una afrenta delante de él, y por eso los rechaza (Santiago 4:6; 1 Pd. 5:5).

Creo que la invisibilidad de Dios también está relacionada con su humildad. Aunque la Escritura proclaman que el universo no existiría sino fuera por la gracia y providencia de Dios, y que por eso toda la creación cuenta la gloria del creador (Salmo 19), también es cierto que a Dios no se le ve. El Señor no parece interesado en recibir el crédito simplemente por recibirlo. Solo aquellos que han llegado a conocerlo en la persona de su hijo pueden confesarlo como creador y salvador, pueden reconocer su gloria y honrarle. ¡Sólo de ellos aceptará alabanza! No le interesa que se le reconozca como Dios si con ello no se le reconozca su carácter. El Dios que se esconde de Isaías, es el mismo que sólo brilla y revela en la faz de Jesucristo (2 Cor. 4). Con toda su bondad, su provisión infinita para todo lo demás, el Dios de Jesús le “huye” al elogio que no va acompañado de obediencia que en general no es otra cosa que su imitación.

El Dios revelado en Jesús critica nuestros conceptos previos de la Deidad. Dios es alto en la medida que se le confiesa en la cruz. Dios es sabio en la medida que se deja de confiar en las ideologías humanas. Dios es grande en la medida que se busca a los pequeños. Dios es glorioso en la medida que abunda en bondad sin petulancia y arrogancia. Dios es santo en la medida que no se le vea como imposición externa y legalista. Dios es Dios en la medida que sólo sea el Dios de Jesús. Dios es el Dios del encarnado porque el encarnado no es otro que Dios mismo.

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  • Gerardo A. Alfaro