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EDITORIAL: Dia feo y de lloro


FORT WORTH, Texas (BP) — Sí, sé que la Escritura dice que “este es el día que hizo el Señor… nos alegraremos.” Lo que nunca se dice es que ese versículo tiene que ver con una cualidad del día al que el salmista se está refiriendo. No necesariamente se aplica a todos los días, y menos a éste.

La misma Escritura nos dice que existen días que no quisieran vivirse como aquel de los que describe Salomón cuando dice que hay tiempo para “dejar de abrazar” o para “dispersar” o para “llorar,” etc. Que existan esos días no quita que sean dolorosos, difíciles, feos. También recordamos esos días que Job y Jeremías quisieran nunca hubieran pasado, aunque hubieran sido los días en que ellos mismos nacieron. Y no porque los días en que nacieron fueran feos, sino porque los días que ahora viven lo son. De esos días quizá habla Juan, cuando llorando quisiera que el día de la ira del Cordero no venga sobre los habitantes del mundo pecaminoso. 

Todo esto para decir que para muchos creyentes el sentirse triste no debería ser experiencia cristiana. Recuerdo alguna vez que queriendo dar el pésame a una muchacha de mi barrio, por la partida de su madre, me responde con aire de espiritualidad superior, que no tengo por qué sentirlo porque su mamá está en mejor lugar. Nada más estúpido. Sí Jesús lloró por Lázaro que acaba de morir y que estaba a momentos de resucitar, y si a Dios mismo le duele la muerte de sus santos (Salmo 116:15), no sé por qué no se debe llorar por la muerte de un amado. No sé por qué no llorar por las desgracias que le suceden al mundo, los sin sentidos de la vida misma, el mal ir de las cosas aun cuando se ha intentado todo. Que todas las cosas nos ayuden a bien, no significa que no duelan y que no nos causen frustración. Llora Jesús frente a Jerusalén, aunque será él mismo él que ha profetizado su destrucción. Llora y clama Jesús en la cruz aunque sabe que será resucitado. Gime la tierra aunque sabe que será liberada junto con la gloriosa libertad de los hijos de Dios (Ro. 8). Llora Pablo, aunque ha visto al Jesús resucitado, y aunque sabe del decreto soberano de Dios. Pero su pueblo le causa dolor constante (Ro. 9). Y qué más contaré, de aquellas almas que claman abajo del altar, aunque ya están fuera del cuerpo, y saben que Jesús triunfará al final, claman porque se apure cómo si incluso en su condición desencarnada les pesara el mal del mundo. Llora el santo que es perseguido, y los que no entienden porque las cosas no marchan justamente (Mateo 7). 

Pues bien, que nadie se queje si hoy me duele el corazón por mi propia condición. Me duele no poder dejar de ser quién soy. Me duele no poder sentir todavía como Jesús enjuga mis lágrimas. Me duele que en muchas áreas no me parezco a Jesús. Me duele querer y no poder. Me duele poder y saber que no debo querer. Me duele saber que las cosas pueden ser diferentes y no son. Lloro por mí y por los demás. Lloro porque muchos pretenden, se engañan. Dicen celebrar cuando sólo hay que llorar. Lloro porque casi treinta años han pasado y no hay forma de cambiar. Lloro porque soy sensible y no sé si esto es malo o es bueno. Es bueno porque siento. Es malo porque lo que siento no me gusta. ¿Siento porque estoy vivo, o por qué estoy muerto? Sólo Jesús sabe. Sólo hay esperanza por Jesús. Pero la esperanza no se siente hoy. Hoy es un día feo porque aunque sé que arriba de las nubes existe el sol, hoy el sol no me calienta. Lloro y en medio de las lágrimas, como en un espejo empañado, diviso apenas y no claramente,  que el día de mañana reiré.

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  • Gerardo A. Alfaro